jueves, 11 de febrero de 2016

DE GANCHILLO Y CALCETANDO

Eran dos cuasi ancianos a bordo de un yate, la foto la vi en una revista hace unos meses. Él leía el Time, quizás lo de leer sea excesivo pues no se le conocía como cualidad el dominio de la lengua de Shakespeare; ella hacía calceta. Semejaban tranquilos, con la sensación de aquel de quien se cree que ha hecho lo que el destino le designó que tenía que hacer; es posible que esta sensación de calma me la diese el ver a una viejecita enjuta, con más huesos que carne, tratando de hacerle una bufanda a unos de sus numerosos nietos; o también lo sea observar la semblanza bonachona del que ojeaba la revista.

El mar sobre el cual el yate navegaba era una ría, la de Vigo más concretamente, sobre ella anochecía, tan plana estaba que se reflejaba las luces de los pueblos de su rivera, si te fijabas incluso se podía ver que en uno de ellos había una verbena. Su música no me llegó, pero nuestra pareja la oía, la media sonrisa del hombre lo delataba y su pierna cruzada parecía balancearse al son de algo que no era un mar en calma. Ahora me doy cuenta que igual estoy equivocado en lo de la calceta, era verano y quizás fuese ganchillo lo que entre manos tenía la doña.


Hasta pocas fechas antes las fotos que en su álbum existían eran prácticamente en blanco y negro, pero sobre todo negro. Atrás quedaban los años 50, ni siquiera quedaban, yo creo que no existieron, son años que en nuestra historia parecen páginas en blanco, como si durante ellos el mundo solo estuviese ocupado en su reconstrucción; una década incógnita.

Pero ahora tocaba disfrutar y dar algo de vidilla. Se dice del barrigudo de la foto que le costó tomar está última decisión, la de la vidilla me refiero, y que tras tensas reuniones vino a decir algo así como “ustedes sabrán” (más correcto para la época), o, “hagan lo que le salga de los cojones” (más propio de su profesión). Entre una frase y otra me quedaría con un “hagan lo que les den la gana, pero a mí no me toquen los cojones que ya saben de lo que soy capaz…¡Arrr!”. Algo así. Seguro que como buen zorro era consciente de que tocaba dar una nueva versión a su cortijo. La tierra quemada, la sangre, la cárcel y el hambre era cosa pasada, tras eso llegaba el tiempo de dejar crecer la hierba, salir al mundo y hacer nacer, aquí también, la hoy casi añorada clase media. El beneplácito ya lo habíamos conseguido del gran amo del medio orbe y el mercado contaba con nosotros como pueblo plácido, sumiso.

Es referido a esos años cuando escuché por primera vez un término ahora muy en boga; tecnócrata le llaman. Aquí, dicen quién de esto sabe, habíamos parido nuestra primera remesa. Ellos fueron, una vez aseguradas  sus partes nobles, los encargados de dirigir un nuevo tiempo y de ellos la responsabilidad de crear una economía moderna. Éxitos se les atribuyen, aunque para mi humilde opinión excesivos. Abrir fronteras a capitales y personas era lo imprescindible, el turismo y la construcción comenzó su boom y alguna industria se creó. Pero el capital y el cortijo patrio siguió adoleciendo de una perspectiva más allá que la de su culo y barriga y el país se creyó que con ladrillo, sol y la ola del crédito todo era crecer.

Y en base a estas premisas hemos llegado hasta aquí, donde todo se pone en duda, a la espera de que nos digan hacia que lugar tirar, porque los herederos de aquellos dueños del cortijo siguen en las mismas:  pensando que su jubilación será en un yate, con  la parienta calcetando y al fondo un país de verbena y sumiso.


Neno Pucho.

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