Eran dos cuasi ancianos a bordo
de un yate, la foto la vi en una revista hace unos meses. Él leía el Time,
quizás lo de leer sea excesivo pues no se le conocía como cualidad el dominio
de la lengua de Shakespeare; ella hacía calceta. Semejaban tranquilos, con la
sensación de aquel de quien se cree que ha hecho lo que el destino le designó
que tenía que hacer; es posible que esta sensación de calma me la diese el ver
a una viejecita enjuta, con más huesos que carne, tratando de hacerle una
bufanda a unos de sus numerosos nietos; o también lo sea observar la semblanza
bonachona del que ojeaba la revista.
El mar sobre el cual el yate
navegaba era una ría, la de Vigo más concretamente, sobre ella anochecía, tan plana
estaba que se reflejaba las luces de los pueblos de su rivera, si te fijabas
incluso se podía ver que en uno de ellos había una verbena. Su música no me
llegó, pero nuestra pareja la oía, la media sonrisa del hombre lo delataba y su
pierna cruzada parecía balancearse al son de algo que no era un mar en calma. Ahora
me doy cuenta que igual estoy equivocado en lo de la calceta, era verano y
quizás fuese ganchillo lo que entre manos tenía la doña.
Hasta pocas fechas antes las
fotos que en su álbum existían eran prácticamente en blanco y negro, pero sobre
todo negro. Atrás quedaban los años 50, ni siquiera quedaban, yo creo que no
existieron, son años que en nuestra historia parecen páginas en blanco, como si
durante ellos el mundo solo estuviese ocupado en su reconstrucción; una década
incógnita.
Pero ahora tocaba disfrutar y dar
algo de vidilla. Se dice del barrigudo de la foto que le costó tomar está
última decisión, la de la vidilla me refiero, y que tras tensas reuniones vino
a decir algo así como “ustedes sabrán” (más correcto para la época), o, “hagan
lo que le salga de los cojones” (más propio de su profesión). Entre una frase
y otra me quedaría con un “hagan lo que les den la gana, pero a mí no me toquen
los cojones que ya saben de lo que soy capaz…¡Arrr!”. Algo así. Seguro que como
buen zorro era consciente de que tocaba dar una nueva versión a su cortijo. La
tierra quemada, la sangre, la cárcel y el hambre era cosa pasada, tras eso
llegaba el tiempo de dejar crecer la hierba, salir al mundo y hacer nacer, aquí
también, la hoy casi añorada clase media. El beneplácito ya lo habíamos conseguido
del gran amo del medio orbe y el mercado contaba con nosotros como pueblo
plácido, sumiso.
Es referido a esos años cuando
escuché por primera vez un término ahora muy en boga; tecnócrata le llaman. Aquí,
dicen quién de esto sabe, habíamos parido nuestra primera remesa. Ellos fueron,
una vez aseguradas sus partes nobles,
los encargados de dirigir un nuevo tiempo y de ellos la responsabilidad de
crear una economía moderna. Éxitos se les atribuyen, aunque para mi humilde
opinión excesivos. Abrir fronteras a capitales y personas era lo imprescindible,
el turismo y la construcción comenzó su boom y alguna industria se creó. Pero el
capital y el cortijo patrio siguió adoleciendo de una perspectiva más allá que
la de su culo y barriga y el país se creyó que con ladrillo, sol y la ola del
crédito todo era crecer.
Y en base a estas premisas hemos
llegado hasta aquí, donde todo se pone en duda, a la espera de que nos digan
hacia que lugar tirar, porque los herederos de aquellos dueños del cortijo
siguen en las mismas: pensando que su
jubilación será en un yate, con la
parienta calcetando y al fondo un país de verbena y sumiso.
Neno Pucho.
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