lunes, 25 de noviembre de 2019

PENITENCIA


Con los brazos en cruz y de rodillas avanzando; delante, portada por cuatro ancianos la Virgen de los Dolores vestida de negro luto y llorando la pérdida del hijo de Dios.
El tiempo que hacía que no visitaba mi antigua iglesia parroquial no lo delimitaba con exactitud. Dudaba entre el entierro de señor Francisco, padre de Fran, el padrino de mi primer hijo, o el de señora Hortensia madre de Tino, mi mejor amigo de la infancia también fallecido por iniciativa propia. De una u otra manera unos diez años.  

La escena del penitente iba por el inicio del perímetro del adro en el que me hallaba. Una vez pasados los pocos acompañantes de la procesión decidí unirme a la comitiva. Pocos rezos, algún cántico desafinado y apenas unos treinta feligreses. Imposible imaginar cincuenta años atrás tamaña involución de la fe solo proporcional a la deprimente cantidad de niños que en el acto asistían; muestra clara u oscura de la decrepitud de la sociedad cristiana de occidente. 
 
En contraste el día de comienzos de otoño era esplendoroso, de una luminosidad cuasi mágica que mezclaba los verdes naturales perennes con toda la variedad de amarillos y marrones que los árboles caducos mostraban.

-Suda o penitente -me dice un feligrés.
-Calor non é que faba moito- respondo.

Sonríe de medio lado, de media boca, como una mueca; me pareció un tipo siniestro, flaco, con bigote gris bajo nariz aguileña y mentón afilado.

-Suda de vergoña.-me espeta.

En su afirmación descubro mi error de apreciación, no en su denominación pero si en su origen. Llamando penitente al feligrés creía que su sacrificio era de iniciativa propia por alguna promesa debida: una enfermedad sanada, oposición aprobada, amor concedido, o cosas de esa índole. Pero no, su acto se debía a una fechoría.

Lo lógico en ese momento hubiese sido continuar la conversación, pero mi acompañante comenzó a cantar uno de esos himnos religiosos que todos llevamos en la memoria cuyo título desconocemos. Entre cántico y cántico los fieles nos fuimos mezclando como naipes de una baraja en procesión con final en una pequeña capilla. Una vez alcanzada esperamos en silencio, expectantes, con la morbosidad escrita en los rostros, en los ojos.

Al final del camino, en la última curva, asomó. Ya no sudaba. Lloraba. Y sangraba. Los ojos que se le salían de las órbitas marcaban toda su cara, pálida en su piel, negra en su barba de días, huesuda hasta marcar sus mandíbulas que se hundían bajo sus orejas de soplillo. Tras de sí un reguero rojo.

Al finalizar el via crucis y llegar donde nos hallábamos, sale a su encuentro la que supuse que era su mujer a lágrima viva y con la cara roja como un tomate. Lo ayuda a incorporarse. La parroquia observa, muda como estatua, quieta como piedra. Rompe el silencio el cura con una plegaria que invoca al perdón, al cielo y al infierno, a Dios y Satanás, y a la misericordia que será de los que solo creen en Él; todo ello mientras hace un gesto de la cruz sobre el pecador sangriento que ipso facto es perdonado. Todos en sincronía hacemos la señal de la cruz sobre nosotros mismos, los viejos vuelven a portar sobre hombros a la Virgen y regresamos al pequeño templo.

La escena es anacrónica, de un tiempo extinto, reflejo de un modo de justicia que mezcla lo divino y lo mundano, cielo y parroquia castigando, perdonando sin intermediación de terceros, sin esa cesión que del bien y el mal hemos hecho al Estado, dictador de la moral de lo público y lo privado, vencedor sobre un catolicismo en peligro de extinción. En otro tiempo, en otro lugar la falta o delito se hubiese resuelto con la amputación de una mano o con un juicio donde intervendrían un número indeterminados de funcionarios. En mi vieja parroquia una flagelación ante los vecinos se resuelve con el perdón, Dios mediante, cobrando la comisión a través de D. Servando.

La procesión va llegando a su fin, busco con la mirada al tipo siniestro del bigote gris con el que antes charle.Lo veo. Haciendo slalom entre la gente llego donde él.
Toco su hombro, se gira de cuello mientras anda.

-¿Qué é o que fixo?- le preguntó.
-¿..?- Me escruta con la mirada, alza las cejas. Rouboulle os galos e os repolos a un veciño.-me susurra al oído-. Un tipo que ten de todo, dúas pagas do Estado na casa, traballo en negro, leiras, casa feita....e mira ti.....

No puedo dejar de dudar si esta condena, por algo en principio tan nimio, es proporcional a las impuestas a algún representante público corrupto, o a un asesino, o a un narco. Somos una sociedad demasiado blanda, endeble en nuestros principios, con fecha de caducidad.

Neno Pucho.

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