lunes, 20 de octubre de 2014

La evolución de la dieta



Algunos expertos creen que los humanos modernos deberíamos comer lo que comían nuestros antepasados en la Edad de Piedra. El menú, sin embargo, quizá sea una sorpresa.





Es hora de cenar en la Amazonia boliviana, y Ana Cuata Maito remueve una papilla de plátano y mandioca dulce sobre el fuego que arde en el suelo de tierra de su cabaña techada de paja, mientras aguza el oído para oír a su marido en cuanto regrese de la selva con su escuálido perro de caza.

Con una niña enganchada al pecho y un hijo de siete años tirándole de la manga, es la viva imagen del agotamiento cuando me dice que ojalá esta noche su marido, Deonicio Nate, traiga algo de carne. «Los niños se ponen tristes cuando no hay carne», dice a través de un intérprete.


Esta mañana de enero Deonicio ha salido an­­tes del amanecer con su rifle y su machete para salvar cuanto antes las dos horas de caminata que lo separan del bosque primario donde le gusta cazar. Allí ha escudriñado las copas de los árboles en busca de monos capuchinos y coatíes, mientras el perro husmeaba la tierra rastreando algún pecarí o capibara. Si le sonreía la suerte, Deonicio localizaría uno de los animales más sustanciosos de la selva: un tapir, rebuscando con su largo hocico prensil brotes y yemas entre los helechos húmedos.


Esta noche, sin embargo, regresa con las ma­nos vacías. Pero es un tipo dinámico de 39 años que no parece darse por vencido fácilmente; cuando no está cazando, pescando o te­­jiendo hojas de palma para el techo de su casa, está en el bosque tallando una canoa nueva de un tronco. Cuando por fin se sienta a comer, se queja de lo difícil que es obtener carne suficiente para su familia: dos esposas (algo común en su tribu) y 12 hijos. Los madereros ahuyentan a los animales, y no puede pescar en el río porque una tormenta lo ha dejado sin canoa.

La historia se repite, con mínimas variantes, en todas las familias que visito en Anachere, una comunidad de unos 90 miembros de la antigua tribu tsimane. Estamos en la estación lluviosa, la peor para cazar y pescar. Más de 15.000 tsima­ne viven en un centenar de poblados, repartidos a orillas de dos ríos de la cuenca amazónica, cerca de San Borja, una pequeña ciudad con mercado a 360 kilómetros de La Paz. Sin embargo, de Anachere a San Borja hay dos días de viaje en canoa motorizada, así que los tsimane que viven allí siguen obteniendo la mayor parte de su sustento de la selva, el río o sus huertos.

Viajo con Asher Rosinger, un doctorando del equipo codirigido por el bioantropólogo William Leonard, de la Northwestern University (Illinois), que estudia a los tsimane para documentar las características de una dieta de la selva tropical. En particular les interesa conocer cómo cambia el estado de salud de los indígenas conforme abandonan su dieta tradicional y su activo estilo de vida y empiezan a trocar los productos de la selva por azúcar, sal, arroz, aceite y –cada vez más– carnes secas y sardinas en lata. No es una investigación de valor exclusivamente teórico: lo que descubran los antropólogos sobre las dietas de pueblos indígenas como los tsimane po­dría indicarnos a los demás qué alimentos nos conviene consumir.

Rosinger me presenta a José Mayer Cunay, de 78 años, quien, con su hijo Felipe Mayer Lero, de 39, cuida desde hace tres décadas un exuberante huerto a orillas del río. José nos conduce por un sendero flanqueado de árboles cargados de mangos y papayas, racimos de plátanos verdes y pomelos que cuelgan de las ramas como pendientes de una oreja. Las heliconias y el jengibre silvestre crecen como malas hierbas entre el maíz y la caña de azúcar. «La familia de José tiene más fruta que ninguna otra», dice Rosinger.
Pero en la cabaña de la familia, la mujer de Felipe, Catalina, está preparando el mismo puré insulso que en los demás hogares. Pregunto si no se arreglan con los productos de la huerta cuando escasea la carne, y Felipe niega con la cabeza. «Necesito cazar y pescar –dice–. Mi cuerpo no se conforma con comer solamente estas plantas.»

A medida que nos acercamos a 2050, fecha en que tendremos otros 2.000 millones de bocas que alimentar, descubrir la dieta óptima se convierte en una misión acuciante. Las decisiones alimentarias que tomemos en las próximas décadas tendrán repercusiones cruciales para el planeta. En pocas palabras, una dieta centrada en la carne y los lácteos –al alza en los países en vías de desarrollo– consumirá más recursos del planeta que otra basada en cereales integrales, frutos de cáscara, frutas y hortalizas.
Hasta el nacimiento de la agricultura, hace unos 10.000 años, todos los humanos comían aquello que cazaban, recolectaban y pescaban. Con la aparición de la ganadería, los cazadores-
recolectores nómadas fueron expulsados poco a poco de las tierras cultivables más valiosas, hasta quedar relegados a los bosques de la Amazonia, las praderas áridas de África, las islas remotas del Sudeste Asiático y la tundra del Ártico. Hoy apenas quedan unas pocas tribus de cazadores-recolectores dispersas por el planeta.




Ante esta realidad, la ciencia está redoblando sus esfuerzos para aprender todo lo posible sobre la dieta y el estilo de vida ancestrales de estos pueblos antes de que desaparezcan. «Los cazadores-recolectores no son fósiles vivientes –dice Alyssa Crittenden, de la Universidad de Nevada, Las Vegas, antropóloga especialista en nutrición que estudia la dieta de los hadza de Tanzania, uno de los últimos exponentes de sociedad cazadora-recolectora–. Dicho esto, es cierto que apenas quedan poblaciones de este tipo. El tiempo se nos acaba. Si queremos obtener información sobre el estilo de vida nómada cazador-recolector, debemos documentar su dieta hoy mismo.»

Hasta la fecha los estudios sobre cazadores-recolectores como los tsimane, los inuit del Ártico y los hadza han descubierto que estas poblaciones no conocían la hipertensión, la aterosclerosis ni las enfermedades cardiovasculares. «Muchos creen que existe una discordancia entre lo que comemos hoy y lo que nuestros an­­tepasados estaban evolutivamente preparados para comer», dice el paleoantropólogo Peter Ungar, de la Universidad de Arkansas. La idea de que estamos atrapados en un cuerpo propio de la Edad de Piedra transportado al mundo de la comida rápida da pábulo a la actual moda de las dietas paleolíticas. Las llamadas dietas del cavernícola, de la Edad de Piedra o paleodietas se basan en la tesis de que los humanos modernos estamos adaptados para comer como los cazadores-recolectores del paleolítico (período que va desde hace unos 2,6 millones de años hasta la llegada de la revolución agrícola) y que nuestros genes no han tenido tiempo para adaptarse a los alimentos cultivados.
La dieta de la Edad de Piedra «es la única que se adapta perfectamente a nuestra configuración genética», escribe Loren Cordain, nutricionista evolutivo de la Universidad Estatal de Colorado, en su libro La dieta paleolítica. Pierda peso y gane salud con la dieta ancestral que la naturaleza diseñó para usted. Tras estudiar las dietas de los cazadores-recolectores actuales y concluir que el 73 % de estas sociedades obtienen de la carne más de la mitad de sus calorías, Cordain elaboró su propia receta paleolítica: coma carne magra y pescado en abundancia, pero absténgase de consumir lácteos, legumbres y cereales, es decir, los alimentos que no se incorporaron a nuestra dieta hasta que surgieron la cocina y la agricultura. Los defensores de la paleodieta, como Cordain, aseguran que ciñéndonos a los alimentos que consumían nuestros ancestros cazadores-recolectores podemos librarnos de las enfermedades propias de la civilización, como son las cardiopatías, la hipertensión, la diabetes, el cáncer y hasta el acné.

Suena bien. ¿Pero es cierto que en la evolución humana todos nos hemos adaptado para consu­mir una dieta en la que predomina la carne? Los paleontólogos que estudian los fósiles de nuestros ancestros y los antropólogos que documentan las dietas de los actuales pueblos indígenas afirman que la cuestión no es tan sencilla. Ungar y otros científicos apuntan que la dieta paleo­lítica, muy de moda, se basa en ideas erróneas.

La carne ha desempeñado un papel estelar en la evolución de la dieta humana. Raymond Dart, que en 1924 descubrió el primer fósil de un ancestro humano en África, popularizó la imagen de unos protohumanos que cazaban para sobrevivir comiendo carne en la sabana africana. En los años cincuenta los describía como «criaturas carnívoras, que capturaban presas vivas por medios violentos, las mataban a golpes […], saciaban su sed bebiendo la sangre caliente de sus víctimas y devoraban con ansia la carne todavía roja y pulsátil».
Algunos científicos creen que la ingestión de carne fue fundamental para que nuestros ancestros desarrollasen un cerebro más grande hace unos dos millones de años. Al sustituir la dieta vegetariana de los monos antropomorfos, baja en calorías, por un menú más calórico a base de carne y médula, nuestro antepasado directo, Homo erectus, obtuvo en cada ingesta un plus de energía que contribuyó al agrandamiento de su cerebro. Al digerir una dieta de mayor calidad y con menor volumen de fibra vegetal, el intestino de ese Homo redujo su tamaño. La energía liberada como resultado de la hipotrofia intestinal pudo reconducirse hacia el hambriento cerebro; así lo cree Leslie Aiello, la primera en postular esta tesis junto con el paleoantropólogo Peter Wheeler. El cerebro humano consume en reposo el 20 % de la energía corporal; el cerebro de un mono se conforma con el 8 %. Esto significa que desde la época de H. erectus el organismo humano depende de una dieta de alimentos hipercalóricos, especialmente cárnicos.

Si damos un salto adelante de dos millones de años, asistimos a otra revolución en la dieta hu­mana: la invención de la agricultura. La domesticación de cereales como el sorgo, la cebada, el trigo, el maíz y el arroz se tradujo en un suministro abundante y predecible de alimento, gracias al cual las mujeres de los agricultores podían tener hijos muy seguidos: uno cada 2,5 años, en lugar de cada 3,5 como los cazadores-recolecto­res. La consecuencia fue una explosión demográ­fica; en poco tiempo, los agricultores superaban en número a los cazadores-recolectores.

Los antropólogos llevan una década tratando de descifrar las claves de esta transición. ¿Constituyó la agricultura un progreso en toda regla para la salud humana? ¿O será que al abandonar la vida de caza y recolección para cultivar el cam­po y criar ganado renunciamos a una dieta más sana y un cuerpo más fuerte a cambio de tener asegurado el alimento?

El bioantropólogo Clark Spencer Larsen, de la Universidad Estatal de Ohio, describe la aparición de la agricultura en términos negativos. Cuando los primeros agricultores pasaron a depender de las cosechas para asegurarse la supervivencia, su dieta perdió una enorme diversidad nutricional en comparación con la de los cazadores-recolectores. Comer el mismo grano domesticado día tras día les causaba caries y enfermedades periodontales, patologías muy raras en los cazadores-recolectores, dice Larsen. Cuando los agricultores empezaron a domesticar animales, el ganado bovino, ovino y caprino se convirtió en una fuente de leche y carne, pero también de parásitos y nuevas enfermedades infecciosas. Los granjeros sufrían ferropenias y retrasos del desarrollo, y perdieron estatura.
Pese a la explosión demográfica, la forma de vida y la dieta de los granjeros eran claramente menos sanas que las de los cazadores-recolecto­res. Que las comunidades agropecuarias produjesen más hijos, dice Larsen, solo demuestra que «estar enfermo no es óbice para procrear».

La verdadera dieta paleolítica, sin embargo, era más que carne y tuétano. Es cierto que los cazadores-recolectores de todo el planeta desean comer carne por encima de cualquier otra cosa y obtienen de los animales alrededor del 30 % de su consumo calórico anual, pero también es verdad que la mayoría soporta períodos de escasez en los que apenas comen un par de bocados de carne por semana. Los últimos estudios sugieren que la expansión del cerebro se debió a algo más que a la preponderancia de la carne en la dieta de los antiguos humanos.

Observar a los cazadores-recolectores a lo largo del año confirma que las batidas fracasadas están a la orden del día. Los hadza y los bosquimanos kung de África, por ejemplo, regresan sin carne más de la mitad de las veces que salen a cazar con arcos y flechas. De esta realidad se desprende que era mucho más difícil para nuestros antepasados, que no disponían de esas armas. «La gente cree que sales a la sabana y te encuentras antílopes por doquier, esperando tranquilamente a que les abras la cabeza», dice Alison Brooks, paleoantropóloga de la Universidad George Washington y experta en los dobe kung de Botswana. En ningún sitio se ingiere carne con frecuencia, a excepción del Ártico, donde los inuit y otros grupos obtenían tradicionalmente hasta el 99 % de su ingesta calórica de focas, narvales y peces.
¿Qué comen pues los cazadores-recolectores cuando no hay carne? Resulta que detrás del «homo venator» hay siempre una «femina recollectrix», quien, con ayuda de los niños, aporta un plus de calorías durante los tiempos difíciles. Cuando la carne, la fruta o la miel escasean, los recolectores dependen de «alimentos de último recurso», dice Brooks. Los hadza obtienen de las plantas casi el 70 % de su ingesta calórica. Los kung resisten gracias a los tubérculos y a las nue­ces del mongongo; los pigmeos aka y baka de la cuenca del Congo, al ñame; los tsimane y los ya­­nomami del Amazonas, al plátano y la mandioca; los aborígenes australianos, a dos plantas que llaman juncia bulbosa y castaña de agua.

«Existe un discurso sistemático según el cual la caza nos definió y la carne nos hizo humanos –dice Amanda Henry, paleobióloga del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig–. Sinceramente, yo creo que esta afirmación obvia la mitad de la realidad. Los humanos quieren comer carne, eso sin duda, pero de lo que realmente sobreviven es de vegetales.» Es más, la científica ha hallado gránulos de almidón de origen vegetal en fósiles dentales y útiles líticos, lo que apunta a que los humanos pueden llevar comiendo cereales, además de tubérculos, al menos 100.000 años, los suficientes para haber desarrollado la capacidad de tolerarlos.

La idea de que dejamos de evolucionar en el paleolítico es errónea. Nuestra dentadura, nuestra mandíbula y nuestra cara se han reducido, y nuestro ADN ha variado desde la invención de la agricultura. «¿Estamos evolucionando to­davía? ¡Por supuesto!», dice la genetista Sarah Tishkoff, de la Universidad de Pennsylvania.
Una evidencia que lo demuestra es el caso de la tolerancia a la lactosa. Todos los humanos digieren la leche materna mientras toman el pecho; pero hasta que llegó la domesticación del ganado hace 10.000 años, una vez que los niños eran destetados no volvían a tener que digerir leche. Como consecuencia, el organismo hu­­mano dejaba de producir lactasa, la enzima que descompone la lactosa en azúcares simples. Cuando los humanos se estrenaron como ganaderos, la capacidad de digerir leche se convirtió en una ventaja fabulosa, y así se generó una tolerancia a la lactosa que evolucionó de forma in­dependiente en las comunidades ganaderas de Europa, Oriente Medio y África. Las comunidades que no dependían del ganado para subsistir –como los chinos y tailandeses, los indios pima del sudoeste norteamericano y los bantúes del África occidental– continúan siendo intolerantes a la lactosa.
Los humanos también presentan variaciones en la capacidad de extraer azúcares de los alimentos amiláceos durante la masticación, dependiendo de cuántas copias hereden de un gen concreto. Las poblaciones que tradicionalmente comían más alimentos ricos en almidón, como los hadza, poseen más copias del gen que los yakuto de Siberia, de dieta cárnica, de modo que su saliva empieza a descomponer los almidones antes de que lleguen al estómago.

Estos ejemplos parecen contradecir el tópico de que «somos lo que comemos». En puridad habría que decir «somos lo que comieron nuestros antepasados». Hay una gama amplísima de alimentos de los que los humanos pueden obtener sustento, en función de su legado genético. Las dietas tradicionales de hoy incluyen el vegetarianismo de los jainistas indios, el predominio cárnico de los inuit y la enorme presencia del pescado entre los bajau de Malaysia. Los nochmani de las islas Nicobar, en el Índico, se arreglan con la proteína de los insectos. «Lo que nos hace humanos es la capacidad de encontrar algo que comer en cualquier entorno», dice Leonard, codirector del estudio sobre los tsimane.

Los estudios sugieren que los grupos indígenas lo pasan mal cuando abandonan la dieta y la actividad tradicionales y abrazan el modo de vida occidental. Por ejemplo, hasta la década de 1950 la diabetes era casi desconocida entre los mayas de América Central; cuando adoptaron una dieta occidental, cargada de azúcares, se dispararon los casos de diabetes. Los pastores siberianos, como los evenki y los yakuto, seguían unas dietas muy ricas en carne, pero desarrollaron pocas patologías coronarias hasta que cambiaron su forma de vida tradicional por otra más sedentaria y empezaron a consumir productos comercializados. Para muchos pueblos nativos de Siberia estos cambios se aceleraron tras la desintegración de la Unión Soviética. Hoy, la mitad de los yakuto asentados en ciudades tiene sobrepeso, y casi un tercio, hipertensión, dice Leonard. Y los tsimane que compran la comida en el súper son más propensos a desarrollar diabetes que los que siguen cazando y recolectando.
Para quienes descendemos de humanos adaptados a dietas vegetales –y tenemos trabajos sedentarios– tal vez no sea buena idea consumir tanta carne como los yakuto. Estudios recientes confirman que aunque los humanos llevan dos millones de años comiendo carne roja, consumirla en gran cantidad aumenta la prevalencia de la aterosclerosis y el cáncer en la mayoría de las poblaciones, y no solo por culpa de las grasas saturadas y el colesterol. Nuestras bacterias intestinales digieren un nutriente de la carne llamado L-carnitina. En un estudio con ratones, la digestión de la L-carnitina disparaba la forma­ción de placas de ateroma. Las investigaciones también han demostrado que el sistema inmunitario humano ataca un azúcar de la carne roja llamado Neu5Gc, una respuesta cuyos efectos inflamatorios son mínimos en los jóvenes, pero que con el tiempo pueden llegar a ser carcinógenos. «La carne roja es fantástica, si quieres morirte a los 45», dice Ajit Varki, de la Universidad de California en San Diego, autor principal del estudio sobre el Neu5Gc.
Muchos paleoantropólogos afirman que aunque los defensores de la dieta paleolítica moderna nos insten a rechazar los productos procesados, la dieta basada fundamentalmente en la carne no reproduce la diversidad alimentaria de nuestros ancestros, ni incorpora la actividad física que los protegía de las patologías cardiovasculares y de la diabetes. «Lo que molesta a muchos paleoantropólogos es que en realidad no existe una sola dieta del cavernícola –dice Leslie Aiello, presidenta de la Fundación Wenner-Gren de Investigación Antropológica en Nueva York–. La dieta humana tiene por lo menos dos millones de años de historia. Hay muchos cavernícolas en nuestro árbol genealógico.»
En otras palabras, la dieta humana ideal no existe. Aiello y Leonard afirman que el verdadero sello distintivo de la especie humana no es nuestro gusto por la carne sino nuestra capacidad de adaptarnos a muchos hábitats distintos y ser capaces de combinar muchos alimentos diferentes para crear muchas dietas sanas. Por desgracia la actual dieta occidental no parece ser una de ellas.

La pista más reciente que podría ayudarnos a entender por qué la dieta moderna nos hace enfermar la ha aportado el primatólogo de Harvard Richard Wrangham, para quien la revolución más importante de la dieta humana no fue la introducción de la carne sino la preparación de los alimentos. Cuando nuestros antepasados aprendieron a cocinar hace entre 1,8 millones de años y 400.000 años probablemente lograban criar más hijos, dice. Machacar y calentar los alimentos los deja «predigeridos», de modo que el intestino invierte menos energía en descomponerlos, los absorbe mejor que crudos y por ende extrae más energía para el cerebro. «Cocinar produce alimentos blandos y muy energéticos», prosigue Wrangham. Hoy no podemos mantenernos exclusivamente de comida cruda sin procesar, dice: la evolución nos ha hecho dependientes de los alimentos cocinados.

Para verificar sus tesis, Wrangham y sus alumnos pautaron dos dietas –una de comida cruda y otra cocinada– para dos grupos de ratones. Cuando visité el laboratorio de Wrangham en Harvard, la entonces doctoranda Rachel Carmody me mostró unas bolsas de plástico llenas de carne y boniatos, crudos en unas y cocinados en otras. Los ratones que comían alimento cocinado ganaron entre un 15 y un 40 % más peso que los que solo tomaban la comida cruda.

Si Wrangham está en lo cierto, la cocción de los alimentos no solo aportó a los primeros humanos la energía que necesitaban para desarrollar un cerebro más grande, sino que además les permitió obtener más calorías de cada alimento y en consecuencia ganar peso. La otra cara de la moneda es que, en el contexto actual, quizá seamos víctimas de nuestro propio éxito. Hemos perfeccionado hasta tal punto las técnicas de procesado de los alimentos que por primera vez en la historia evolutiva humana muchos individuos consumen más calorías de las que queman. «Los toscos panes integrales han dado paso a la bollería industrial, y las manzanas, al zumo de manzana –escribe–. Debemos concienciarnos de los efectos hipercalóricos de consumir alimentos ultraprocesados.»
Este giro a los alimentos procesados, una tendencia común en todo el mundo, está detrás de la rampante epidemia de obesidad y sus patologías asociadas. Si consumiésemos más frutas y verduras de producción local, un poco de carne, pescado y cereales integrales (como en la tan cacareada dieta mediterránea) e hiciésemos una hora diaria de ejercicio, nuestra salud lo agradecería. Y el planeta también.

La última tarde que paso con los tsimane de Anachere, una de las hijas de Deonicio Nate, Albania, de 13 años, nos cuenta que su padre y su medio hermano Alberto, de 16, por fin han vuelto con caza. La seguimos hasta la cabaña donde se cocina y olemos los animales antes siquiera de verlos: tres coatíes sobre el fuego. A medida que su pelaje listado se quema, Albania y su hermana Emiliana, de 12 años, van raspando la piel hasta dejar la carne a la vista.

Las esposas de Deonicio están limpiando dos armadillos, que guisarán con plátano. El padre de familia está sentado junto al fuego, describien­do una buena jornada de caza. Primero abatió a los armadillos. Luego el perro localizó un grupo de coatíes y los persiguió; mató dos y el resto se escabulló en un árbol. Alberto alcanzó a uno de ellos de un disparo. Tres coatíes y dos armadillos eran suficientes, así que padre e hijo cogieron las piezas y volvieron a casa.

Mientras la familia disfruta del banquete, ob­servo al pequeño Alfonso, que ha estado enfermo toda la semana. Baila alrededor del fuego, comiendo con alegría un pedazo de cola de coatí asado. Deonicio está satisfecho. Esta noche, en el pueblo de Anachere, ajeno a disquisiciones nutricionales, hay carne, y eso es bueno.

http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/ng_magazine/reportajes/9454/evolucion_dieta.html



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